Acudo de vez en cuando al Cementerio Sacramental de San Justo. No porque sea creyente. Soy más bien un «agnóstico melancólico», como le gustaba decir de sí mismo al gran escritor José Antonio Abella, haciendo suyo ese motejo que le colocara su buen amigo el filósofo Mariano Martín Isabel. Cuando voy a San Justo, suelo entrar por la parte alta, por un portalón trasero —que casi pasa inadvertido— en el muro que separa a los vivos de los muertos en la Vía Carpetana. Por ahí me cuelo en la sección cuarta del patio de Santa Gertrudis. La mayoría de los sepulcros en Santa Gertrudis son centenarios. El patio se divide en cuatro secciones. En la cuarta y, sobre todo, en la tercera es donde paso la mayor parte del tiempo, porque allí se encuentra la tumba de un gran literato. Una sepultura muy sencilla; casi pasa inadvertida. Tan solo un nombre, dos ciudades y dos fechas: Rafael Cansinos Assens, Sevilla * 24 XII 1882 Madrid † 6 VII 1964. Ya lo he narrado en Hoy he venido con los muertos, la columna de los viernes que publico en Numinis – Revista de filosofía. ¡Para qué repetirlo!
Hasta que llego ahí, me entretengo por ese museo laberíntico que conforman las tumbas. No me llaman tanto la atención los grandes mausoleos ni sepulcros de pompa y boato; mi atención se posa en esas lápidas cuyas letras son apenas ya legibles por el paso de los años, por la acción del sol, del viento y de la lluvia; a muchas las cubre el musgo o la suciedad que acumula el tiempo.
Pero lo que más me cautiva es contemplar todos esos ángeles de piedra, hermosamente desangelados. A muchos les falta un dedo —ese índice que a veces señala al cielo—, alguna mano, algún brazo; los hay incluso descabezados. Aquí se quebró un ala, allá se les arrancó un fragmento de ella. ¡Qué lastima ver un ángel al que le han cortado las alas! Como al pajarillo que no puede volar… Y, sin embargo, ¡qué fabulosa hermosura de piedra desprenden todos ellos! Así los hicieron quienes los esculpieron. ¡Cuánto escultor anónimo y muerto permanece en ellos!
En la sección cuarta del patio de Santa Gertrudis descansan los restos de los compositores Federico Chueca y Ruperto Chapí, del dramaturgo Manuel Tamayo y Baus… Ahí está también el sepulcro de María de la Encarnación Gertrudis Jacoba Aragoneses y de Urquijo. Dicho así, a pocos les dice nada este nombre. Sin embargo, esa María de la Encarnación fue «Elena Fortún», a quien quizás mucha más gente recuerde por la serie de novelas cuya protagonista era Celia… Elena Fortún fue la autora de ese novelón titulado Celia en la revolución. Esa estatua que apoya delicadamente la mano derecha sobre el travesaño de la cruz, abrazándola, y que descansa sobre la lápida debió de caerse del pie de piedra que corona la tumba. Alguien lo habrá colocado ahí para que se sepa a quién pertenece. El paso del tiempo y el olvido de los vivos, probablemente se encarguen de borrar también lo que aún quede de Elena Fortún.
Cuando llego al pie de la tumba de Rafael Cansinos Assens, permanezco en silencio o le suelto alguna parrafada o le leo un párrafo de algún libro suyo. Hace poco lo hice con 1944, diario de posguerra en Madrid, el libro que me envió su hijo por correo. Acaba de editarlo y lo publica en breve Arca Ediciones. A comienzos de aquel año, andaba Rafael apesadumbrado por la muerte de su hermana Maripepa. Falleció en la Navidad de 1943. En ese diario escribía:
«Llego al cementerio y tardo en acertar con ese patio de Santa Gertrudis donde está ella. Al fin atino y encuentro la sepultura, ya restaurada, cubierta por la lápida, donde los nombre de don Elias Sáez, notario eclesiástico y sus familiares, resultan ya casi ilegibles. Solo queda el espacio indispensable para grabar el nombre de nuestra hermana. La sepultura tenía un remate de piñas sobre un pie de piedra que aparece roto, en el suelo: —¡La guerra!«
Esa tumba era la que los Cansinos habían recibido a perpetuidad como parte de la herencia de su prima Angelita, Ángeles Sáez Lázaro. Ahí enterraron a Rafael Cansinos Assens cuando murió en 1964. Su viuda, Braulia Galán, cambió la lápida, en la que solo aparece él, pero ahí descansan también los restos de Maripepa y Pilar, sus hermanas, y varias personas de la familia de la prima Angelita. Eso me lo ha contado Rafael Manuel Cansinos Galán, el hijo de Rafael, quien tanto está haciendo por mantener vivas la memoria y obra de su padre.
Es aquí, en este lugar, donde el autor de La novela de un literato pasa casi inadvertido, rodeado de ángeles de piedra, ángeles desangelados cuyo vuelo imagino algunas noches al acostarme y soñar que me convierto en el escultor que restaure sus alas.