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Lola

Lola

Lola. Ese es su nombre. Me lo dijo una tarde después de comer, al salir yo del café en el que trabaja. A Lola la conocí en ese café, aunque decir que la conozco es tan atrevido como inexacto. La habré visto tres veces en mi vida. Una primera, una segunda y una tercera. La primera estaba yo solo y me atendió como a las demás personas: con mucha simpatía y amabilidad. La segunda fui con un amigo pianista. Nos atendió con mucha simpatía, amabilidad y nos invitó a un zumo de naranja. A la tercera fue la vencida, porque nos atendió con mucha simpatía y amabilidad y me dijo su nombre. Había ido con otro amigo director de orquesta. Es verdad que yo tampoco se lo había preguntado. Pero me dijo su nombre aquella tarde cuando le di mi tarjeta de visita al salir del café. Lola tampoco sabe que cuando la vi por primera vez, en realidad yo había acudido al café de la calle de Tribulete por ver a otra camarera muy agradable con el pelo rizado, muy bella y con acento quizás argentino. Pero allí estaba Lola también, aunque entonces no sabía su nombre. Y la simpatía de Lola desplazó a la belleza de la otra camarera cuyo nombre ignoro. Por eso volví una segunda vez. Y una tercera. Lola tiene una sonrisa muy bonita. Sus dientes no son perfectos, pero su sonrisa lo es. Es alta. Bueno, más alta que yo, lo que es fácil, porque solo mido un metro sesenta y cuatro. Tiene un arito plateado en una aleta de la nariz. El pelo lo tiene negro, largo y ensortijado. No tiene mucho pecho, más bien poco, creo. En realidad no lo sé ni me importa. Nunca se lo he visto. Pero sí que he visto su sonrisa y su mirada. Tiene gafas y su sonrisa es perfecta.

Esa tercera vez que la vi, me dijo que era de Patatín de Badajoz. Lo de ‘Patatín’ me lo he inventado, porque no recuerdo el nombre del pueblo, aunque sí que estaba cerca de Zafra. Al preguntarle qué la había traído a la capital de España, me respondió que una hermana suya vivía ya en Madrid y le dijo que se viniera. Y se vino. Total, estaba en el pueblo sin hacer nada. Eso lo dijo con una sonrisa perfecta. También me dijo que dibujaba, que hacía dibujos pero que luego los tiraba a la papelera. Yo pensé que seguro que dibujaba muy bien y la invité a ir a un concierto de música clásica.

Eso es todo lo que sé de ella. Tiene una hermana, es más alta que yo, tiene el pelo negro largo y ensortijado, es muy agradable, simpática y amable, tiene un arito plateado en la nariz, seguro que dibuja muy bien, es de Patatín —un pueblo de Badajoz que me he inventado porque no recuerdo el verdadero nombre—, trabaja de camarera en un café de la calle de Tribulete, lleva gafas… Ah, y su sonrisa es perfecta.

Pum Pum CaféPor eso, cuando me fui del Pum Pum Café aquella tarde, pensé qué estupidez era enamorarse de una mujer, a quien no conoces, por su sonrisa. Uno no se enamora de una mujer así, de esa manera. Uno no puede enamorarse de lo que no conoce. Sería un enamoramiento muy atrevido e inexacto. Aunque en la inexactitud y en el atrevimiento está la imaginación. Y esa es muy libre. Tampoco he dicho algo que también sé inexactamente pero con certeza: Lola es mucho más joven que yo o yo soy mucho mayor que ella. Mis amigas dicen que la edad no importa, pero yo sé que sí. No a mí, desde luego. A mí no me importa. Quizás por eso, desde que me dijo su nombre, cuando camino solo por la calle o paseo por un parque, me pregunto qué dibujo estará dibujando, si quizás también me haya dibujado a mí y luego tirado a la papelera. Me imagino que voy con ella a un concierto de música clásica y que se asombra, emociona y disfruta por primera vez con el sonido de una gran orquesta. Sé que sería por primera vez porque, cuando la invité aquella tarde en el café, me dijo que nunca había estado en un concierto de música clásica. Esa es otra de las pocas cosas de ella que también sé. Y después del concierto probablemente iríamos a tomar algo o a cenar. Ella sonreiría y yo, mirándola a los ojos, le diría que su sonrisa perfecta me había salvado la vida.

Pero cuando uno camina por los senderos de la imaginación, también tropieza con las piedras de la realidad, agita levemente la cabeza, con un repente de escalofrío, y vuelve a la verdad cotidiana del pago de las facturas, del pan nuestro de cada día. Entonces la imaginación toma el sendero de lo práctico, de lo más probable, del común sentido. Es imposible que una mujer así no tenga ya un amor, alguien que le recuerde todos los días que su sonrisa es bonita y perfecta, alguien a quien ella dibuje sin tirarlo a la papelera y que es improbable que yo vuelva a verla…

Pum pum, pum pum. Y su nombre es Lola.

Michael Thallium

Global & Greatness Coach
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