Esa fue la pregunta. Así, de sopetón. Y lo fácil y probablemente más preciso y ajustado a la realidad hubiera sido responderle que por el coño de tu madre. Bueno, por el de tu madre, el de la mía y el de todas las madres. Incluso hasta tu hija está aquí por tu coño, eso también podría habérselo dicho. Claro, esa simplificación, aunque precisa, obvia que en algún momento antes una pilila debió de asomar por la portañuela y pedirle bailar a una vulva con más o menos elegancia, con más o menos disfrute, con más o menos sensualidad o arrobo o arrebato: vals, pasodoble, foxtrot, tango, rocanrol, suin, tuis, bachata, merengue, salsa, reguetón, chundachunda… Y nueve meses después de la danza y de la panza, ¡chas! aparecemos nosotros por el coño de nuestras progenitoras que, en ese preciso instante, maldicen el baile con la pilila y la vulva que las parió. Hete aquí el misterio de la vida resuelto en apenas 157 palabras. El resto es pura literatura, vana especulación e inútil busca de sentido.
Sin embargo, esa no fue mi respuesta, a pesar de las cervezas y el vino. La conversación estaba siendo profunda. Con ella las conversaciones siempre se impregnan de profundidad, de sencillez y amabilidad. Son agradables. Cuando tienes sentada delante de ti a la mujer con quien tu pilila saldría escopetada a la pista de baile para danzar con su vulva como los zíngaros del desierto o como los balineses en días de fiesta, la verdad es que a uno le debería resultar fácil poder decir esas cosas con naturalidad. Pero a mí, en lugar de nublárseme la razón, se me obnubila la naturalidad y entro en modo filosófico y me adentro en los bosques de la reflexión transitando por los senderos del hombre en busca del sentido. Su pregunta no fue un requiebro habida cuenta de que apenas unos minutos antes me había declarado por enésima vez. En realidad fue la tercera o la cuarta, aunque la reiteración en poco más de un año bien merece el calificativo de enésimo. Decía que su pregunta no fue un requiebro. Ella no elude las respuestas. Me había respondido con la sencillez, profundidad y amabilidad que la caracterizan. Por eso me gusta tanto y es mi amiga. Enésimas calabazas que cosecho. Pero tampoco elude las preguntas. Y esta era peliaguda. Quizás fuera un reto. «Tú me has preguntado y yo te he respondido por enésima vez; a ver, hombre de pelo en pecho, respóndeme tú a esta», puede que pensara. Me metió un gol vital por toda la escuadra y con suma elegancia. ¿Por qué estamos aquí? Podría haber respondido que para contemplarla. Dicen que la felicidad es la contemplación de la verdad. Así que deduzco que ella es la verdad. Cuando la tengo delante, me siento muy feliz. Pero no. Tampoco respondí eso.
Entre plato y plato, aparecía la camarera del restaurante gallego al que habíamos acudido para cenar. Picholeiros se llama. ‘Picholeiro’ viene de la ciudad de los ‘pichos’, que es como se denominan los caños metálicos de los que emana el agua en la Compostela de las mil y una fuentes de piedra. Y así se les denomina coloquialmente a los compostelanos. Aunque también se les llama picheleiros con e. Aunque el ‘picheleiro’ no bebe agua sino vino, pues proviene del término francés ‘pichel‘, que es como se conocían los vasos de base ancha y boca estrecha con los que se sacaba el vino de los barriles. El ‘picheleiro’ era el artesano que los fabricaba y, por antonomasia, todo aquel que empinaba el codo para beber. Vino, claro.
La camarera no era gallega, sino madrileña. Muy amable. Iba vestida con un pantalón negro y una camiseta negra ajustada que realzaba un bello torso de ninfa. Llevaba ese nicab occidental en el que se han convertido las mascarillas en tiempos de pandemia. La mascarilla negra le cubría la mitad del rostro. Tenía unos ojos grandes, preciosos. Ni siquiera sé su nombre. Estuve a punto de decirle que eran como dos astros que venían a iluminar la verdad que contemplaba delante de mí. Pero no lo hice. Y quizás hubiera sido esa la respuesta a la pregunta que me habían hecho: «Mira, no sé por qué estamos aquí, pero sé que estoy para contemplarte a la luz de los astros». Sí, ya lo sé, pura literatura y vana especulación.
Terminamos de cenar. Quizás el vino había liberado el verbo o eso creíamos. No recuerdo cuál fue exactamente mi respuesta, pero sí recuerdo que fue una velada muy agradable. Yo estaba feliz. Nos despedimos. Era tarde. Le di un abrazo. Ella tomó su camino. Yo el mío. Callejeé un rato por las calles de Madrid para desvanecer el vino que llevaba en las venas. Caminé solo hasta llegar al edificio en cuya azotea había decidido pasar la noche. Subí las escaleras. Al llegar arriba, vi estrellas en el cielo. ¡Lo que hubiera dado por contemplarlas con ella! Me metí en el zaquizamí. Cerré la puerta. Estaba solo. Me tumbé bocarriba en el colchón y un batiburrillo de pensamientos afloró de algún rincón de mi cerebro: danzan los zíngaros y los balineses, escopeta, pilila, pista de baile, vulva, chundachunda, el amor es querer querer. Pensé en la verdad, o sea, en ella. ¿Por qué coño estamos aquí? No pude responder. Inútil busca de sentido. La noche me cerró los párpados hasta el amanecer.
Michael Thallium
Global & Greatness Coach
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