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Melina tiene un sueño

Melina tiene un sueño

Si uno la ve detrás de la barra del garito donde trabaja, no llama demasiado la atención, aunque algunos clientes piensan secretamente que es muy atractiva. Es delgadita, pelo negro, largo y lacio, que suele llevar recogido en una coleta o en un moño despeinado y gracioso. Sus lentes redondas le dan un aire de intelectualidad que ciertamente tiene, aunque ahora se dedique a servir copas, cervezas y raciones en un barrio de Madrid, a miles de kilómetros de Táchira, donde nació. Quien la mire, vería el semblante de su padre en el rostro si lo conociese, pero Melina llegó a España sola, así que ningún cliente de La Moñoña podría reconocer el parecido físico con el progenitor a no ser que ella les mostrase alguna foto —algo muy improbable— o que algún cliente indiscreto se atreviese a preguntarle a quién se parece —algo del todo imposible y absurdo— y ella diese una respuesta sincera: «Físicamente me parezco más a mi papá; pero en el carácter, más a mi mamá». Sus padres se quedaron en Venezuela y ya hace un año que Melina se instaló en Madrid.

Trabajar de camarera no es exactamente lo que quisiera, pero le da para ganarse la vida en un país europeo donde, aunque se hable el mismo idioma, uno no deja de ser extranjero y ha de esforzarse el doble para ser profeta en un lugar que no es su tierra. Con los compañeros de trabajo no se lleva mal, hay buena onda, cierta complicidad, la comida que sirven es de muy buena calidad —¡la cocinera es chévere!— y el jefe es un tío con quien se puede hablar. La clientela es la típica de un barrio que no es turístico —aún—, a pesar de que lo habitan muchos extranjeros. Hay de todo. Ya se sabe: los clientes de un bar pueden ser a veces muy pesados, sobre todo cuando se ponen chispa, y da igual hombres o mujeres. El alcohol surte el mismo efecto en el cuerpo humano sin atender al sexo. Por el bar pasa gente joven, gente mayor, gente con dinero, gente sin dinero, gente sola, gente acompañada… Si uno supiera las vidas de quienes se sientan a una barra o a una mesa, podría escribir muchas novelas o muchos guiones de película. Melina es observadora y, aunque se concentra en su trabajo con diligencia, también toma nota. Melina tiene un sueño: montar una productora y hacer películas.

Escribió algún que otro guión y realizó algún que otro corto cuando vivía en Venezuela. La mayoría de sus clientes ahora eso no lo saben e igualmente ignoran que a ella le encantaría estar detrás de una cámara en vez de la barra de un bar; que preferiría estar manejando archivos de audio e imagen en lugar de vasos y platos. ¡Pero es lo que toca! Y ya tocará otra cosa. Aún es joven. Tiene talento. Vida.

Por las noches, cuando llega a casa, se sienta y escribe guiones o historias. Últimamente anda fabulando la historia de un hombre mayor al que le faltan algunos dientes y que ha perdido a su esposa y que tiene veinte nietos… pero que está solo, y que se gana la vida vendiendo lotería por los bares de un barrio de Madrid. De nombre le ha puesto Manuel —podría haberle puesto cualquier otro— y lo ha imaginado con arrugas y el pelo canoso y con unos ojos azules y tristes que reflejan un pasado esplendoroso de artista. También lo ha hecho gitano. No sé, quizás porque en Táchira no había gitanos y le llama la atención tener como protagonista de una de sus historias a Manuel, el gitano de ojos azules y tristes que un día pisó los escenarios de los más prestigiosos teatros del mundo tocando la guitarra junto a los mejores cantaores y artistas flamencos: Camarón, José Menese, Paco de Lucía, Vicente Amigo, Rocío Jurado… Melina se sorprende, porque nunca ha escuchado flamenco. Lo lógico hubiera sido haberse inventado un indio que baile el joropo o algo así. Pero no. ¡Bah, da igual! Lo que importa es el dramatismo de un personaje que lo ha sido todo en los escenarios, que ha tenido una prole considerable, una esposa a quien amó —que en la gloria esté— y que ahora se siente muy solo y que se gana la vida vendiendo décimos de lotería… Para darle más dramatismo aún, Melina se inventa que esos ojos azules y tristes ya casi no ven. El dramatismo es importante. Si algún día filma esa historia, lo hará en blanco y negro y solo se verá en color el azul de esos ojos tristes. El dramatismo… Sí, sí. Hay que plasmar la paradoja de un pasado glorioso y feliz y de un presente gris, oscuro, solitario… 

A Melina le entra sueño y se va dormir. Mientras duerme, su mente se va muy lejos y siente que le arrastra el cuerpo hasta lugares remotos. De repente aparece en un palacio en el que hay una barra de bar larga y enorme. Está llena de copas y vasos. Siente el impulso irrefrenable de agarrar un paño azul —¡qué raro!, ¿un paño azul?, ¿será que se le han metido los ojos de Manuel en el sueño?— y se pone a abrillantar compulsivamente la cristalería. Como por ensalmo, de la nada, aparece un hombre detrás de una cámara al otro lado de la barra. Comienza a grabarla y a sacarle fotos. Entonces, de algún lugar incierto, emerge un micrófono de cañón que la apunta. El salón se convierte extrañamente en un fotocol en el que ella es la protagonista. El pijama va transformándose en un precioso vestido de seda rojo palabra de honor que le sienta de maravilla. Cuando la transformación termina de obrarse, se oye el Oooh de asombro de un público que abarrota lo que ahora parece haberse convertido en un anfiteatro. La voz del hombre detrás de la cámara la interroga. Ella sonríe nerviosa. Señorita, ¿cuál es su nombre? Melina, responde ella. Ooh, exclama el público. ¿Y dónde nació usted? En Táchira. Oooh! ¿Y cuántos años lleva usted en España? Uno, sonríe. Ooooh! Y a quién se parece más, ¿a su padre o a su madre? Físicamente, a mi papá… El publico aplaude. Y, díganos, cuál… ¿cuál es su sueño en la vida? Montar una productora, grita emocionada. Se oye una ensordecedora ovación del público. Un foco de luz la alumbra quedando resplandeciente mientras todo alrededor de ella se apaga y se vuelve oscuro. Ella sola, con su vestido rojo palabra de honor, radiante. La ovación es atronadora…

Suena la alarma del celular. Melina se despierta sobresaltada. Se mira, se palpa. Sí, tiene puesto el pijama. Se levanta de la cama. Va al baño. Contempla su rostro en el espejo. Sonríe. Cuando llega a La Moñoña, descubre que un desconocido —le dicen sus compañeros— le ha dejado un sobre. Al abrirlo, sus cejas se arquean y se lleva una mano a la boca; dentro, dos piedras azules, un pañuelo rojo de seda y un décimo de lotería. Melina por fin montará su productora.

Michael Thallium, aprendiz de mucho y maestro de nada.