Mi psicólogo me dijo que por mí ya no podía hacer nada. Lo había intentado todo, pero no le quedaba más remedio que reconocer que la cura del mal que me afectaba estaba lejos de su alcance. Mi enfermedad no era, según él, de carácter psicológico. Al parecer yo padecía una especie de locura cuyo tratamiento solo podía ser prescrito por un experimentado psiquiatra. Así pues, me recomendó uno que me ha salvado la vida. Todo gracias a unas pastillas mágicas. Siempre le estaré agradecido.
Recuerdo que cuando le dije que yo estaba desencantado y que me parecía que las personas vivían en la apariencia y que no eran en absoluto coherentes con ellas mismas, mi psiquiatra se rascó la barbilla. Se quedó pensativo, observándome. Le expliqué que, cuando caminaba por la calle, veía gente muy gris, infeliz, triste, cansada… falsa. Entonces, él decidió dar el primer e importante paso para tratar mi locura. Me prescribió unas pastillas en una dosis baja. Me explicó que era un medicamento muy potente del cual no convenía abusar: el remedio podía ser peor que la enfermedad.
Estuve tomando las pastillas durante dos semanas y, a los catorce días de tratamiento, volví a visitar a mi psiquiatra. Me preguntó qué tal me encontraba. Yo le dije que muy bien. Le comenté que para ir a su consulta, había tomado el Metro. Ahora son unos trenes diáfanos en los que, si te pones en el primer vagón, puedes divisar todo el convoy de cabo a rabo. Desde el vagón de la cabecera, eché un vistazo y lo único que vi fueron personas grises, tristes, serias, algunas adormiladas, unas pocas que leían algún libro sin entusiasmo. Nadie hablaba. El silencio solo lo rompían las ruedas de acero del tren al rodar sobre los raíles de hierro. Era como si ninguna de aquellas personas se viera. Eran extraños. Tuve un arrebato y me puse en medio del vagón para pedir una sonrisa por caridad. Comprobé con estupor que la gente pasaba de mí igual que pasan de los pedigüeños o de los músicos que tocan el acordeón por unas monedillas. Le expliqué a mi psiquiatra que yo no quería dinero, sino tan solo verles sonreír y disfrutar del viaje. Me puse a hacer el payaso para alegrarles la vida. También le narré a mi psiquiatra la sensación de frustración que tuve a medida que iba avanzando por los vagones pidiendo una sonrisa y comprobando que la gente agachaba la cabeza, miraba para otro lado sin hacer caso de mi filantrópico ruego.
Mi psiquiatra se temió lo peor. Me dijo que no le quedaría más remedio que aumentar la dosis de la medicación. Mi enfermedad se agravaba y no podíamos perder tiempo si yo quería recuperar una vida normal.
Estuve otras dos semanas tomando la nueva dosis tras las cuales regresé a la consulta de mi salvador. Me preguntó que cómo me encontraba. Yo le respondí que muy bien. Entonces le hablé de lo anodinas que eran las personas al aceptar un mercado laboral insulso e injusto. Los anuncios de trabajo que aparecían en la prensa me resultaban tan engañosos como las propias noticias. Eran periódicos de mentira, con noticias de mentira y falsos reclamos laborales de personas con iniciativa, flexibles, con movilidad geográfica, con experiencia de 4 años, con coche propio y que estuviesen dispuestos a trabajar por 600 € mensuales.
Mi psiquiatra abrió los ojos como platos y me dijo que debíamos actuar con urgencia. No le quedaba más remedio que ingresarme en un manicomio para tratarme mejor. Allí me encerré voluntariamente, porque quería curarme. La dosis se aumentó considerablemente y pasaron los meses. Finalmente, aquellas dosis aumentadas de normalina y administradas con el profesional seguimiento de mi buen psiquiatra dieron sus frutos y yo me curé. Salí del manicomio. Me dieron el alta y yo me integré definitivamente en la sociedad. Ahora soy muy feliz. Viajo en Metro. No hablo. Leo algún libro sin entusiasmo de vez en cuando. A veces duermo. Agacho la cabeza cuando pasa algún músico pedigüeño. Me he comprado un piso de 70 metros cuadrados en un pueblo de las afueras de Madrid por 210.000 € a pagar en 40 años. La hipoteca está a nombre de mis padres, porque mi contrato no es fijo. Tengo un coche para los fines de semana que pago a plazos durante siete años y tengo un mes de vacaciones al año. En mi país no hay guerras. Todos vivimos muy bien. Estoy encantado. Que se jodan los inadaptados. Viva la normalina y el psiquiatra que me ha devuelto la vida.
Michael Thallium
Global & Greatness Coach
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