(Artículo escrito en abril de 2004)
El otro día, pregunté a mi madre cuál era en su opinión mi mayor defecto. Acudí a ella porque «quién mejor que una madre para dar una opinión neutralmente materna», es decir, que lo que diga no lo dirá para hacerte daño, aunque en realidad te siente peor que una patada en las pelotas si eres hombre o, siguiendo con el juego de la pelota, peor que te quedes embarazada de penalti si eres mujer. La verdad es que mi madre no tuvo que pensar mucho para darme la respuesta, más bien al contrario. Fue como si al dispararle con mi inquisitoria sentencia se le activara de inmediato el resorte de la más clara de las clarividencias y los músculos de las cuerdas vocales se le aprestaran a conformar mecánicamente los sonidos que por su boca salieron con la más hiriente naturalidad: «Eres un poco sabihondo, hijo». Yo me quedé como que no sabía muy bien que contestar, esto es, dudando entre espetarle contrariado que su apreciación aparte de impertinente era equivocada o asentir aguantando el tirón de la patada rastrera que me acababa de asestar en las pelotas de mi resabido orgullo. Finalmente, ni lo uno ni lo otro. En ese momento me vinieron a la cabeza recuerdos de la infancia y concluí que sí, que aquel niño repelente y resabido de hacía años se había guardado muy bien de reservarse un papel importante en mi personalidad. Mi madre luego intentó arreglarlo —ignoro si porque percibió algún gesto de iracundia contenida en mi rostro o porque, en efecto, sintió que lo que había dicho no se ajustaba a la realidad. «Bueno, no es que seas sabihondo, sino que dices las cosas así… —y mientras decía esto, apuntaba con los dedos índices a uno y otro lado—, esto se hace así, esto se hace asá… vamos, que eres un dictador». El remedio fue, quizás, peor que la enfermedad. No sé que es peor, si que te llamen sabihondo o dictador. Dicho aquello, mi madre salió por la puerta hacia la calle para hacer algún recado y con la satisfacción del deber cumplido.
Sabihondo o dictador. Después de reflexionar algunos segundos —estoy tan acostumbrado a reflexionar que he adquirido gran destreza y velocidad en la elaboración de mis conclusiones— me di cuenta de que, realmente, la valoración de esos dos calificativos maternales no debía hacerse en términos de bueno o malo sino de contenido epistémico: sabihondo, que alardea de sabio; dictador, que actúa de modo autoritario o tiránico, persona cuyos dictados se siguen sumisamente. Pues ni lo uno ni lo otro se ajusta en rigor a mi persona. En primer lugar, no alardeo de sabio, aunque sí que es cierto que alardeo de algunos conocimientos, sobre todo lingüísticos, que para eso los tengo. Hay gente que prefiere alardear de coche, casa, dinero, novia o novio… Yo, a falta de coche, casa, dinero y novia, alardeo humildemente de lo único que me pertenece realmente: mi pensamiento. En segundo lugar, tampoco soy persona que dicte y a quien los demás sigan sumisamente. Quizás sea que hay ciertas cosas que hago mejor que otros y, en lugar de perder el tiempo explicando inútilmente algo que esas ingenuas mentes jamás entenderían, prefiero decir esto se hace así y ¡Santas Pascuas! El consenso está muy bien cuando las personas tienen precisamente eso, senso. Es más, yo lo defiendo, pero no dejo de reconocer que, en ocasiones, las propiedades analgésicas del consenso se vuelven un tanto cefalálgicas. El dolor de cabeza que puede llegar a producir el sentido común, ese consenso, es tan molesto que a veces a uno no le queda más remedio que administrarse las píldoras de la sabihondez y de la dictadura, no tanto como analgésicos del dolor propio sino como agentes provocadores de dolor en los demás, por ver si ellos se administran la píldora de la sabiduría y de la democracia en igual proporción. No, si ya lo decía mi madre: ¡Repelente niño Vicente!
Michael Thallium
Global & Greatness Coach
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