Madrid. Ocho de octubre de 2019. Merodeo por la Feria de otoño del libro viejo y antiguo en el Paseo de Recoletos. Me asomo al quiosco del único librero capicúa del mundo que conozco: Marcos Ortiz Marcos. Me reconoce. Apenas una semana antes había estado allí en busca de algún libro del olvidado Antonio Zozaya a quienes los músicos de Madrid habían dedicado una portada en la revista POM en enero de 1936. Aquella primera vez, me dio o yo le di conversación. Le compré o me vendió La guerra de las ideas y una primera edición de Hazaña de Mío Cid Campeador de Vicente Huidobro a precio de saldo. Ahora que nos vemos por segunda vez me dice: «Leí tu artículo sobre Juan Bonilla. ¿Encontraste algún libro más de Zozaya?» Comienza otra interesante y amena conversación de esas que dos extraños mantienen intuyendo que, amén del año de nacimiento, algo les une sin saber muy bien qué. Marcos ignora que dos horas y media más tarde tengo una cita en el Museo del Prado. Igualmente, yo ignoro tantas otras cosas que están detrás de ese quiosco de librero capicúa… Mientras hablo con él, mis ojos se fijan en un ejemplar de Por la otra orilla de Agustín de Foxá. Me dice: «Es una primera edición». Se la compro y él me la vende a precio de saldo. Aprecio el saldo y agradezco el gesto para mis adentros. Me despido con sincera admiración por alguien que atesora una biblioteca personal de 3.000 o 4.000 ejemplares. Sé que volveré a verlo. Alguna vez.
Me encamino hacia el Museo del Prado. He de estar a las ocho y cuarto en la puerta de los Jerónimos. Ocho días antes, Victor Moreno, responsable de comunicación de la Fundación Albéniz me había escrito para invitarme a una experiencia única… y bella: disfrutar de pintura y música una vez cerrado al público el museo. No podía decir que no. Aún es pronto. Hago tiempo en el Café Murillo cercano al Museo del Prado. Lleva allí desde 1927 (el Café, claro; no el museo). Aprovecho para hojear mi última adquisición y oler ese olor tan característico que desprenden las hojas de libro viejo. Pago lo que adeudo y acudo a mi cita.
En la puerta del museo hay un grupo muy reducido de personas. Enseguida veo a Victor que sale del museo junto a otras personas, algunas conocidas, que, como él, hacen un trabajo callado que pasa inadvertido y sin el cual muchas veces sería más difícil disfrutar de esos raros momentos sublimes de belleza única. Saludo. Nos dividen en cuatro grupos. Mi grupo es el número tres. ¿Cuantas personas? ¿Quince? ¿Quizás veinte? No las cuento. He venido a disfrutar. Sin embargo, no puedo dejar de preguntarme qué historia habrá detrás de cada una de las personas que me acompañan en el grupo. Historias ignoradas y que solo conocen quienes las viven. Y, ahora, todo ese bagaje individual de cada cual se une, efímeramente y por azar, en un limitado grupo de personas que no se conocen. Nos asignan como guía acompañante al historiador del arte Antonio Muñoz Gonzalo. Comienza la visita.
Nuestro cicerone nos ilustra mientras recorremos los amplios pasillos en dirección a la sala donde se encuentran dos famosos cuadros de Francisco de Goya. El Museo del Prado no fue ideado originalmente como pinacoteca, la más grande del mundo, dicho sea de paso. En realidad se quería construir un museo de la ciencia, de ahí esos pasillos tan amplios y salas de altísimos techos. No obstante, está al lado del Real Jardín Botánico. El edificio se concibió en tiempos de la Ilustración de Carlos III, una construcción que se llevaría acabo durante su reinado y el de su hijo Carlos IV. Sin embargo, las voluntades del destino lo hicieron pinacoteca. Llegamos a la sala donde están El 2 de mayo de 1808, conocido popularmente como La carga de los mamelucos y El 3 de mayo en Madrid, el famoso cuadro de Los fusilamientos. Allí nos esperan con sus guitarras acústicas Igor Paskual, historiador del arte y comisario del evento —quizás mucho más conocido como el guitarrista de Loquillo— y Ángel Carmona, periodista presentador de Hoy empieza todo en Radio 3. Pua en mano el primero y a dedo descubierto el segundo, ambos interpretan El dos de mayo, un curioso pasodoble que el maestro Federico Chueca compuso en 1908 —la última obra que compuso antes de morir en junio de ese mismo año— para la conmemoración del centenario de la Guerra de la Independencia. Contemplar los ojos de los caballos de los mamelucos, únicos que miran al espectador de entre todas los ojos que inmortalizó Goya en su famoso cuadro, es toda una experiencia.
Reanudamos el recorrido en dirección a la sala que alberga El jardín de las delicias de El Bosco, uno de mis cuadros favoritos, lleno de simbolismo y alegorías que pasan inadvertidas a los ojos del siglo XXI. Allí aguardan sentados tres alumnos de la Escuela Superior de Música Reina Sofía. Descubro por primera vez en mi vida —¡un cuadro que tantas veces he mirado!— que en las nalgas de una de las figuras representadas en el infierno hay una melodía que alguien, con paciencia, ha conseguido descifrar: la joven estadounidense Amelia Hamrik. Nosotros, los privilegiados del grupo en que me encuentro, vamos a poder escuchar esa melodía que Hamrik bautizó como La canción del trasero del infierno delante del mismísimo cuadro al que Felipe II se refería como El cuadro de las fresas. Suena la melodía, primero en el violín, luego entran a acompañarlo la viola y seguidamente el violonchelo. ¿Qué pensaría El Bosco si hubiera sabido que más de quinientos años después de haber pintado su cuadro un limitado grupo de personas lo contemplaría con asombro mientras sonaba una música compuesta con la melodía que él mismo había cifrado al óleo y con genialidad? Al terminar la interpretación del trío, me rezago del grupo y le pregunto al violinista quién ha compuesto la obra. Al mostrarme la partitura, descubro que es alguien vivo que se hace llamar Juanvi Sprout.
Alcanzo al grupo y seguimos recorriendo los magníficos pasillos y salas del Prado hasta llegar al siguiente destino: La bacanal de los Andrios de Tiziano. Descubro que el preciado color azul ultramarino lo conseguía Tiziano, ardua y pacientemente, hace 500 años, machacando una piedra lapislázuli que le traían de Afganistán. En ese cuadro, a los pies de la Venus dormida, hay otra partitura con el texto: «Quien bebe y no vuelve a beber, no sabe lo que es beber». Son ahora las voces de cuatro jóvenes alumnos de la Escuela Superior de Música Reina Sofía las que animarán la pintura de Tiziano. Una soprano, una mezzo, un tenor y un barítono interpretan un madrigal basado en el texto que aparece en La bacanal. La fuerza de sus voces me hace pensar en la intensidad del azul ultramarino que ha sobrevivido al paso los siglos. Vuelvo a rezagarme para preguntarle a los cantantes quién es el compositor del madrigal. La soprano me responde que la obra es de Adrián Willaert, un compositor flamenco contemporáneo de Tiziano.
Va llegando el final del recorrido donde nos espera La adoración de los pastores de El Greco, ese testamento que estuvo pintando Domenikos Theotokopoulos hasta su muerte y en el que la virgen tiene el rostro de su mujer y él mismo se representa arrodillado ante el niño Jesús. Fue El Greco discípulo de Tiziano, de quien aprendió la técnica de ese color azul ultramarino tan característico de sus cuadros. En esta ocasión, la música que dará vida al cuadro es una versión para cuarteto de cuerda del último movimiento Pastorale del Concerto Grosso «Per la notte di Natale» de Corelli. Mientras escucho la música que surge de los dedos y arcos de los alumnos de la Escuela Superior de Música Reina Sofía, miro alrededor y observo a esas pocas personas privilegiadas que me rodean, contemplo los cuadros de El Greco que también están en esa sala y siento que desde el ángulo en que me encuentro alguno de los retratos me mira como diciendo: estás vivo, contempla, escucha y disfruta.
Termina la visita. No me da tiempo a despedirme de Victor. El grupo se dispersa y cada cual vuelve anónimamente a su vida. Bajo caminando por el Paseo del Prado hacia la estación de Atocha. Reflexiono sobre la importancia del mecenazgo —en este caso el de la Fundación Telefónica, patrocinadora del evento—, sobre todas esas cosas que el ojo no ve ni el oído escucha. De todo el esfuerzo que hay detrás de cada hoja de un libro, de cada trazo de un pincel, de cada cuadro que se contempla, de cada nota que el músico toca.
En el semáforo antes de llegar a la estación, veo a la soprano que me habló de Willaert abrazada a quien supongo será su amor. Ella no me ve. Poco a poco, la vida de cada cual se diluye entre las vidas de tantas otras personas. Solo queda el recuerdo de un sublime momento de belleza única, ignorantes todos nosotros de eso que está detrás y no vemos.
Michael Thallium
Global & Greatness Coach
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